RAFITA

Es una desgracia que nuestros nombres, nuestras ciudades, nuestros países o nuestras profesiones, queden en ocasiones marcadas por el espanto.
Apellidarse Hitler o haber nacido en Puerto Hurraco, es una losa dialéctica que los portadores del apellido o del lugar de origen tienen que soportar cada vez que han de pronunciarlo. “¿Tiene usted algo que ver con Adolf?” o “Anda que la liaron bien parda aquellos hermanos” son preguntas y comentarios que caen así, como sin querer.
Algo parecido sucede con el nombre de Rafita. Hasta hace unos días, para mí, Rafita era un nombre que inevitablemente asociaba a algo malo. A ese nudo en el estómago que se le pone a cualquier padre si piensa en que alguien pueda hacerle a su hija lo que el tal Rafita y sus compinches le hicieron a la pobre niña Sandra Palo, que en paz descanse.
Rafita era para mí una punzada de angustia, hasta que conocí a “mi” Rafita. Rafael Ballester Enrique es una persona con autismo. Sus padres, Rafael y Loli, luchan desde hace años contra un trastorno que tiene escondida una parte de su hijo, pero pelean cada día por ser felices junto a él a pesar de todo. Y en ese combate diario por la normalidad ellos van encontrando a su hijo.
El padre de Rafita juega al golf. Su hijo le acompañaba en ocasiones y se aficionó a ver junto a él los torneos de profesionales que dan por la tele. Con esa perseverancia de los que tienen una inteligencia diferente, Rafita intentaba imitar los movimientos que veía en los grandes jugadores y en su padre. Hasta que un día cogió un palo. Rafael padre no podía creerse que Rafita fuera capaz de hacer un swing sin que nadie nunca le hubiera dicho cómo coger el palo y cómo moverlo para darle a la bola. Pero él lo había aprendido mirando. Desde aquel primer día ambos empezaron a ir a la cancha de prácticas y pasado un tiempo salieron al campo. A Rafita le importa un pepino el resultado. Él se pone a la bola, su padre le da el palo adecuado y le dice: “Rafita, dale flojo” o “Rafita dale fuerte”. Y Rafita hace el swing y la bola en muchas ocasiones va donde Rafita y su padre quieren.
La madre de Rafita preside la Federación Autismo de Madrid y, desde esa posición, Loli se empeñó en organizar un torneo en el que personas con autismo o con cualquier discapacidad, compartieran campeonato y partida con personas sin discapacidad. Y logró ponerlo en pie el pasado 23 de octubre en el Club de Campo Villa de Madrid. Loli movió Roma con Santiago, lió a empresas que, como John Deere, dieron su nombre al torneo y consiguió poner en el tee a 70 personas para demostrar que se podía.
Y Rafita salió al campo. Jugaba con su padre, con la profesional Itziar Elguezábal y con Antonio, un amigo de la familia. Yo iba justo en el partido de delante de ellos y daba gusto ver sonreír a Rafita cada vez que le jaleaban un buen drive, cuando hacía un buen golpe cerca de green o cuando embocaba un putt. Yo, la verdad, pensaba que gran parte del jaleo era para animar a Rafita, más que por el hecho de que, verdaderamente, el muchacho estuviese haciendo bien las cosas. Pero fue una de esas veces en las que nos equivocamos cuando nos ponemos condescendientes con las personas que tienen alguna discapacidad.
Porque resulta que su equipo ¡¡ganó el torneo!!. Y el golpe que hizo que ganaran lo dio un joven de 33 años; un hombre con autismo profundo que juega a un deporte que el cien por cien de la gente cree que es imposible que juegue alguien como Rafita.
Yo creo que aquella mañana de sol espléndido en Madrid sirvió para muchas cosas. Como pretendía Loli, para dar visibilidad al problema del autismo y lograr que personas con diferentes capacidades compartieran el mismo deporte, en el mismo terreno de juego y en el mismo momento. Es un paso. Y me parece importante la promoción y el que todos nos enteremos de que hay muchos Rafitas que no tienen que estar guardados en ningún sitio. Eso es muy importante. Pero yo con lo que me quedo es con el hecho de haber visto disfrutar a un hombre que no está acostumbrado a dar respuesta a los estímulos que le rodean. Cuando juega al golf Rafita sale de su escondite. Sonríe. Y parece que es feliz.