GILIiPHONES Y BLACKBERRYPOLLAS

Dicho, por supuesto, con todo respeto. Pero cómo me queman los listos que utilizan sus teléfonos móviles en los aviones cuando se ha pedido muy expresamente por megafonía que se apaguen.
Me he tirado los últimos 3 años de mi vida viajando en avión no menos de 2 veces por semana. Juro, y no suelo jurar en vano, que no ha habido ni un sólo vuelo en el que no me haya encontrado con algún ser que decide que las órdenes se dan para los simples que hacemos caso y no para ellos, que son mucho más listos que los demás. Y no sólo es que sean mucho más listos, es que ellos, lógicamente, tienen mucha más urgencia por hablar, por mandar correos, esemeeses y guasaps que los restantes pasajeros. Me lo he preguntado cientos de veces al ver a estos giliiphones, blacberrypollas o tontolnokias. ¿De verdad les va a cambiar la vida el hecho de llamar o mensajear dos, cinco o diez minutos más tarde? Porque, según dicen pilotos y tripulantes, lo que sí te puede cambiar la vida es que la prisa de uno de estos cagasamsungs provoque interferencias con el instrumental de vuelo y un avión acabe empotrado contra un finger porque ha perdido el radar. Al menos me podría quedar el consuelo de que el cretino en cuestión se tragara el celular como consecuencia del impacto.
Que esa es otra. Si es tan peligroso utilizar el móvil en un avión, ¿Por qué no se dice más tajantemente? ¿Por qué no se le impone una multa de defecarse por las canillas al insumiso que utiliza su teléfono? Tengo un amigo piloto que me ha contado varios episodios de situaciones de peligro provocadas por las interferencias de los móviles. Cosas como que se le quedó el avión sin frenos rodando por la pista, o que se le fueron a negro todas las pantallas del avión en pleno vuelo. Y yo he tenido alguna experiencia al menos rara. Hubo un día, despegando de Barajas, en el que el avión en el que yo viajaba tuvo una especie de pérdida de potencia iniciando el despegue. Yo he volado mucho y fue algo realmente extraño. A los pocos segundos de que se produjera ese movimiento inquietante del avión, el sobrecargo se levantó y, hecho una fiera, gritó por megafonía que por favor todo el mundo apagase sus móviles. Cuando salió de la zona en la que estaba el micrófono, iba con el rostro congestionado y creo que si hubiera visto al asno con el móvil en la mano le habría calzado dos leches. Merecidas, por cierto.
Por eso no lo entiendo. Si no es peligroso, que dejen que todo el mundo hable, chatee y mensajee. Si es verdaderamente peligroso, como parece, es de una irresponsabilidad cercana a lo criminal el que no se persiga a los imbéciles de los aparatitos. Y perdonen que hable así de ellos, pero es que son imbéciles. Ni una sola vez de las que he pedido por favor a alguno de estos panolis que apague su móvil me ha dicho: “Ah, perdone, no me he dado cuenta”. Jamás. En todas las ocasiones; en todas, y no han sido pocas, me he encontrado con rostros chulescos, retadores que te miran como diciendo: “¿Tú de qué vas?”. En ocasiones el señor acémila acaba apagando el móvil, pero otras veces la situación termina siendo realmente desagradable y, sin llegar a las manos (no me he pegado en mi vida con nadie) ha tenido que intervenir la tripulación para que yo no acabara metiéndole el móvil por el recto al estresado tecnológico que no puede respirar sin su móvil encendido.
Pues eso. Creo que alguien tendría que hacer algo. No tanto para que yo no tenga broncas en los aviones, que puedo vivir con ello, sino para que no seamos tan bobos de tomar medidas cuando no haya remedio. Vaya, cuando tengamos cien cadáveres en un hangar después de que un avión se haya estrellado porque había a bordo un imbécil que no podía esperar diez minutos.