HACIENDO EL BOBO

Juro que no soy de esos que piensan que nuestra juventud fue mucho mejor que la de nuestros hijos. Tengo amigos que tienden a sentenciar que los chicos de hoy son peores que los chicos que fuimos nosotros y llevan su pensamiento a cualquier cosa; “nosotros leíamos más”, ”nosotros éramos más cultos”, “nosotros teníamos más respeto por nuestros mayores”…
Es cierto que son niños diferentes. Mis hijos son muy distintos de cómo éramos mis hermanos y yo, pero no sé si son peores. Aunque a mí hay cosas que me chocan, a pesar de que no sean demasiado importantes. Por ejemplo, en los últimos tiempos, se le ha quitado toda importancia a la fotografía de personas. Ahora ya casi nadie quiere salir bien cuando le hacen un retrato. Es más, millones de personas, sobre todo jóvenes, cuando les enfoca el objetivo de una cámara muestran caras extrañas, como poseídos por algún espíritu que les lleva a poner morritos y/o a colocar manos, brazos y piernas en diferentes posiciones.
Cuando yo era chico, uno hacía lo posible por salir bien en la foto. En unos casos era por pensar en la posteridad; no iba uno a dejarle al futuro una imagen de tío chorra. Otras veces, las más, era para que tu padre no te diera una colleja, por fastidiarle una foto de un carrete de 12, 24 ó 36. Y ya no te digo si la foto era con esos flashes desechables que costaban una pasta. Si te pillaban haciendo el ganso y averiabas una instantánea, ese día, además de la colleja, te quedabas la tarde en casa castigado, que era un drama. Porque claro, nos hacemos los listos, pero es que hace 40 años, si te quedabas en casa una tarde, en la tele durante varias horas sólo se podía ver la carta de ajuste. Y acababas jugando con los hermanos, o, si eso, leyéndote un libro. Yo, que ya de chico era un poco raruno, leía todo lo que me caía en las manos. Sin criterio. Y puedo decir que soy de los pocos seres humanos que se han leído los 4 primeros tomos de el Cossío, que es como el Espasa de los toros. Vamos, es que no creo que se leyera los cuatro volúmenes ni el propio don José María de Cossío, que fue el que dio nombre a la serie de libracos. Vaya; se lee hoy mi hijo esos cuatro tomos del tirón y lo llevo al psicólogo de cabeza. Pero, por mucho que nos empeñemos en mejorarnos con la nostalgia, lo mío no era muy normal y, en ratos de estar sin hacer nada, mis amigos y yo preferíamos deshojar plantas, mirar al techo o hacer trampas para hormigas, antes que sentarnos a leer un libro. Sin embargo nos sentimos mejores que esta generación de muchachos y muchachas que están más comunicados que nunca, pero a la vez más aislados que en la vida. No creo que a ninguno nos choque oír contar de reuniones de adolescentes en las que cada uno está con su móvil mandando mensajes, muy probablemente, a los que tienen al lado. Pero es que no son sólo los adolescentes; ya he visto en varias ocasiones mesas de restaurante en las que estábamos cuatro adultos, cada uno con nuestro móvil y todos con una excusa magnífica para practicar la descortesía; “es que tengo que mandar un wassap”, “es que me piden no sé qué” o “es que es mi hijo/a” que es una manera muy socorrida de excusarte sin que te miren mal.
La cuestión es que yo no reniego de los avances de las tecnologías, ni de que estemos en la era de la comunicación masiva e instantánea, pero creo que deberíamos hacer algo por guardar nuestra comunicación personal y, por supuesto, nuestra propia imagen. No sé si tienen cerca adolescentes. Yo tengo tres hijos en esa edad en la que tus padres te parecen unos bobos con los que no habría que tener piedad. Les aseguro que es imposible encontrarles en el móvil una foto en la que salgan normales. En la que no aparecen poniendo morritos, están ellos y sus amigos con caras de cantantes de grupo Punk, de tíos súper duros o de mozas de mirada inquietante. El otro día me encontré con una vieja amiga a la que no veía desde hacía años. Cogimos ambos nuestros móviles para enseñarnos mutuamente fotos de la familia y fuimos incapaces de hallar una imagen en la que nuestros respectivos hijos salieran con pinta de no tener algún trastorno de personalidad. Quedamos en hacer un reportaje a la familia e intercambiarnos postales en unas semanas. Y en eso estoy. Lo malo es que antes de publicar esta Cabra, leyó este texto mi hija la mayor y, sin decirme nada, se fue a escanear una vieja foto que encontró por ahí.
Hace un rato he recibido un email de Paula con el asunto: “Papá haciendo el bobo”. Sin más comentarios. Y esta es la foto. Yo soy el que está a la izquierda, haciendo el Tarzán junto a mi padre y mi hermano Javier en la Playa de La Concha. Pues eso, que a ver si va a resultar que los pobres tienen a quien salir…