MORIRSE

Debo reconocer que, anoche, estuve a punto de cambiar el tema de mi Cabra y hablar del partido que jugó y ganó el Madrid contra el Bayern. Llevo muchos días pensando que me encantaría que jugásemos en la final de la Champions contra el Chelsea, llegar al minuto 120 con empate y que el equipo de Mourinho pierda después de que Íker Casillas pare dos o tres penaltis. Sería una bonita manera de cerrar el círculo maligno que el mentecato de Mou abrió en su paso por el Bernabéu. Lo que pasa es que para llegar a eso, primero, el Madrid tiene que clasificarse en Múnich y, segundo, el Chelsea tendría que eliminar al Atleti y yo, qué quieren que les diga, prefiero jugar la final contra el Atleti y, si tenemos que palmar en la final, que sea contra ellos. Pero debo seguir el sabio consejo que me dan mi mujer y mi corrector Pepe Jordana, que creen que las Cabras futboleras tienen poca gracia y, a mucha gente, le tocan las narices. Sea.
Así que haré caso al título de esta Cabra y hablaré hoy de la muerte porque con este tema, como con otros muchos, somos un país curioso. Por ejemplo, en España tenemos supuestamente un magnífico sentido del humor. Hacemos chistes hasta de lo más sagrado y con una rapidez que ya querríamos, es un poner, para nuestra burocracia. Y nos reímos jocosamente hasta que alguien se ríe de algo que para nosotros es tabú. Entonces nos sale el Atapuerco que llevamos dentro y nos encabronamos cosa mala con el que osa cachondearse de algo que nos toca la fibra. Con la muerte nos sucede algo parecido. Es muy raro poder hablar abiertamente sobre lo que queremos que nos pase o no nos pase en torno al trance de la muerte o que se nos permita decir muy claramente lo que queremos que hagan con nosotros cuando seamos fiambre. Sin embargo somos un país en el que la muerte está metida en nuestra cultura hasta los tuétanos. La Tauromaquia, tan denostada, está basada en la lidia y muerte de un toro, pero sólo tiene sentido si el público siente que el hombre que se enfrenta al animal tiene verdadero riesgo de morir. Nuestra Semana Santa es otro ejemplo. A mí me apasiona y me emociono cada año en Málaga viendo las procesiones, y me parecen lo más natural del mundo. Pero cuando vienen extranjeros y las ven, les sobrecoge y les sorprende que hagamos esa exposición tan abierta, tan evidente y, en ocasiones, tan festiva de la pasión y muerte de Jesucristo. Y ya no les digo si, a un turista, le da por venir en torno al día de Difuntos, que se celebra en todo el mundo, pero claro, en otros países a nadie se le ocurre comer Huesos de Santo. Yo, cuando estuve viviendo en Ginebra, hice por primera vez Huesos de Santo caseros. Me quedaron de escándalo y se los di a probar a mi profesora de francés. Le estaban encantando hasta que me dio por hacer expansión cultural y le dije que eran “os de Saint”. La pobre puso cara de “este tío se está riendo de mí” hasta que entendió que no era broma y que ese “rouleau de massepain” tenía la forma de un hueso y, efectivamente, estaba relleno de algo parecido al tuétano. Y estaba rico, pero a mi profesora le dio asco y le debió confirmar ese pensamiento que tienen tras los pirineos de que somos unos bárbaros. Eso por no hablar de los huesos de San Expedito, el brazo de Gitano o las tetillas de Novicia. La cuestión es que en esa relación extraña que tenemos con la muerte hace unos días me topé con algo que me pareció glorioso. Es una revista que encontré en un tanatorio sevillano cuando fui a acompañar a mi cuñado Damián, que despedía a su madre q.e.p.d. La revista se llama Adiós Cultural y es un auténtico festival del trato de tú a tú con la Parca. Si se fijan en la portada, que acompaño abajo en fotografía, tienen el santo estómago de buscar “el mejor cementerio de España 2014”. Y no sólo eso; dentro uno encuentra contenidos delirantes como un reportaje sobre velatorios portorriqueños en los que al cadáver se le viste de motorista y se le coloca en su moto. Hay concursos de tanatocuentos y secciones culturales como la de “Muertos de cine” u otra dedicada a las necrológicas y que lleva el magnífico título de “Mis queridos cadáveres”. La verdad es que, como suele pasar en los velatorios, la revista dio para algún que otro ataque de risa, pero estuvimos a punto de explotar cuando me di cuenta del nombre tan apropiado de uno de los redactores de la publicación. Nunca estuvo más acertado el director de Adiós Cultural que el día en el que contrató para su revista a Javier del Hoyo.