LA ANORMALIDAD

Ni una bandera de España en un paseo de una hora por Barcelona. Vaya; no hablo de edificios públicos, en los que no me fijé. Me refiero a los balcones de las casas de decenas de miles de particulares. Estuve el domingo en Barcelona y en esas terrazas, ventanas y balconcillos vi infinidad de esteladas, senyeras algunas ikurriñas y alguna que otra enseña suelta de Andalucía, Extremadura o Asturias. Pero ni una bandera española.
Les aseguro que no soy un nacionalista español expansivo. Es más, reclamo el derecho de cada uno a sentir como le parezca. Y me gustaría que fuéramos como Suiza; un país con algún punto oscuro, pero con muchas virtudes. Una de las cosas más admirables de los helvéticos es el reverencial respeto que tienen por la diferencia y por la Unión. Son muy cantonales, pero tienen un enorme sentimiento nacional. Uno de Ginebra mataría por su cantón, pero que no le toquen la bandera de la Cruz Blanca sobre fondo rojo. Y pasas del cantón de Vaud al de Berna y, en el último bar de Vaud, te hablan en francés y, en la primera panadería de Berna, unos cientos de metros más allá, te atienden en alemán. Y, como no hablas ni papa, en inglés. Y nadie se molesta. Y todo el mundo lleva las banderas del cantón y de la confederación por donde van. Por eso me resultó muy sorprendente y muy triste que, en ese festival barcelonés de banderas, no hubiera nadie que tuviera ganas de mostrar en su balcón la bandera de España que, se supone, es la bandera que nos une a todos los que vivimos en este país, estado o nación que, como dijo ZP es un concepto discutido y discutible. A esa dificultad para llamar a las cosas por su nombre se refirió ya en enero de 1978 el gran Julián Marías. El filósofo escribió un artículo en El País sobre la Constitución que se estaba redactando y mostraba su preocupación porque, en los primeros borradores, desaparecía la palabra nación al referirse a España. Finalmente en el Texto se dice que España es una nación, pero Marías mostraba temor ante esa confusión entre nación y regiones y criticaba el hecho de que se introdujera el término “nacionalidades” para hablar de algunas autonomías. El pensador temía que esas confusiones acabaran siendo malas para España y escribía de un modo premonitorio: “ Me gustaría computar –en caliente, directamente- lo que de ello piensan los españoles, si se dan cuenta de lo que se intenta hacer con su país, es decir, con ellos y con sus descendientes.” Pues ya estamos en ello y ya estamos aquí los descendientes con un lío en el que las medias tintas de unos (ZP), los retos soberanistas de otros (empezando por Maragall y terminando con Mas) y la inacción de los de más allá (Rajoy), nos han conducido a una situación como la actual en la que, si por Barcelona luces una bandera española, eres un fascista provocador.
Cuando pasan cosas raras, choca. Por mucho que uno quiera mirar para otro lado y hacer como si no viera. Las cosas que no son normales, se nota que están forzadas. Es como el cuento del Rey desnudo. Por mucho que los aduladores no quieran decirle al Rey que va en pelotas; el monarca está en bolas. Y por mucho que a nadie le parezca marciano, yo considero que el hecho de que haya miles de banderas catalanas y de otras regiones y ninguna rojigualda, es definitorio. Vaya; que hay algo enfermo en una sociedad en la que, el que se siente español, decide no sacar su bandera al balcón como hacen los demás. Porque ese que no lo hace, no es libre. Ese no saca su bandera española porque le da miedo quedar marcado, porque no quiere que le señalen, ni que nadie le pueda decir que es un provocador. Que son algunas de las frases que me han dicho amigos catalanes con los que he comentado el asunto. Y, del mismo modo que yo no niego que haya mucha gente que quiere que Cataluña sea otra cosa, hay allí en Barcelona miles, cientos de miles, que se sienten españoles. Yo nací en Málaga y vivo en Madrid desde los once años y residí 3 años en Ginebra. Y me siento muy malagueño, muy andaluz, muy madrileño y muy español. E incluso muy suizo y muy ginebrino. Y son, todos, sentimientos con los que me encuentro muy a gusto.
Nos hace falta normalidad. La crisis económica y la convulsión de estos últimos años nos han introducido en una anormalidad en la que un partido liderado por unos muchachos que, hasta hace dos días eran bolcheviques, les gusta a amigos míos muy de derechas. Una situación excepcional en la que la mayor parte de los gobiernos que rigen en la nación y en las “nacionalidades” tienen asuntos de corrupción sonrojantes y no pasa nada. O casi nada. Un momento raro en el que gobiernos autonómicos se saltan la ley y que si “do you want rice Catalina”.
Quizás esa normalidad que necesitamos como el comer pueda venir con un joven político que, precisamente, comenzó a crecer luchando contra la anormalidad en Cataluña y que se llama Albert Rivera. Estuve el martes en la presentación del programa económico de Ciudadanos. Acudí como periodista, no como simpatizante, aunque debo confesar que el ambiente de normalidad y de ganas de cambiar las cosas sin sacar guillotinas a la calle, me sedujo notablemente. Creo que están sabiendo tocar la fibra de muchos españoles que deambulan con una especie de depresión política y de sensación de que no hay nadie que merezca la pena que les represente.
No sé si algún día el tal Rivera nos saldrá rana, pero de momento muestra unas formas y dice cosas que me hacen pensar que no es como los demás y que no acabará, como Rajoy, guardando los nombres de sus candidatos a las municipales y autonómicas en un cuadernito mientras sus huestes se muerden las uñas. Ese celo en no desvelar su secreto, como Gollum guardaba su tesoooooro, a mí siempre me ha parecido una muy pueril manera de mostrar autoridad. Porque, claro, puede que des una sensación penosa a la ciudadanía, pero mientras tanto, qué gustito saber que no va a salir ninguno de los posibles candidatos a tocarte las pelotas.