LA MANIFA

No entiendo que cueste tanto entenderlo. Lo de la democracia, digo. Es curioso cómo a infinidad de amigos míos de izquierda y derecha les cuesta aceptar lo que dicen las urnas o lo que resulta de las sumas de parlamentarios cuando los pactos le quitan el poder a quien tú quieres.

No hay que irse muy lejos para recordar a tantos y tantos llamando a Pedro Sánchez “el Okupa” por llegar a la Moncloa con muchos menos escaños que el partido al que desalojó de la presidencia del Gobierno. Y hoy mismo tenemos a los del otro lado, los que se indignaban con los que llamaban okupa a PS, que acaban de convocar una manifa para pedir que Manuela Carmena siga como alcaldesa de Madrid. Que flipo.

Imagino que a ustedes también les habrá pasado. Después de las elecciones generales decenas de amigos míos de derechas compartieron conmigo infinidad de memes, wassaps y tontadas varias en las que partían de la base de que los votantes que dieron la victoria a Pedro Sánchez eran poco inteligentes. Fotos de filósofos, políticos e intelectuales acompañadas de un texto en el que se daba por hecho que, a veces, los pueblos son tan estúpidos que le dan el poder a quien no deben.

Y, hombre, es cierto que ha habido pueblos que se han equivocado y han llevado al gobierno a sátrapas que luego los han masacrado, pero, en este tipo de reacciones lo que se esconde es, sencillamente, una negación de la realidad como la copa de una secuoya. Esa negación infantil de lo que está pasando, se ha repetido este fin de semana entre decenas de amigos míos que penan por la posibilidad de que Manuela Carmena pierda la alcaldía de Madrid. Lo malo es que, como mis amigos de derechas cuando el 28-A, opinan que el pueblo se ha equivocado y que es una pena que Madrid caiga “en manos de la ultraderecha y de la ignorancia” (sic).

Es una concepción elitista de la vida que comparten muchos de izquierdas y muchos de derechas. Con sus matices. Conservadores (hace poco tuve una apasionante discusión con un amigo) que están convencidos de que no puede valer lo mismo su voto que el de una persona sin formación. Progresistas que opinan que, en general, la gente de izquierdas, per se, tiene una finura intelectual superior a la que tienen los fachas que, como todo el mundo sabe, guardan libros en casa porque los han heredado, o porque los han comprado para adornar, pero no se han leído ninguno. Y unos y otros, con su sensación de superioridad moral y mental, se indignan cuando el pueblo, equivocado, no vota lo que ellos quieren o cuando las aritméticas parlamentarias dan como resultado un gobierno contrario al de sus amores.

Que si uno le da una vuelta a lo que ha pasado en Madrid, rápidamente puede hacer el análisis. Madrid es el paradigma de la galleta, tortazo, leche, bofetón, batacazo u hostia que se ha pegado Podemos. Aunque yo diría, en vez de Podemos, Pablo Iglesias. Sin embargo el gran ideólogo Monedero, en un tweet, a quien echaba la culpa era a Íñigo Errejón. Y así pueden seguir, como el PP, instalados en la búsqueda externa de razones de la caída, en vez de darse cuenta de una vez de que, el problema, lo han tenido dentro.

 

Pablo Iglesias sigue pensando (y tiene pelotas alrededor que se lo confirman) que él no tiene ninguna culpa. Su concepción personalista de la política no tiene nada que ver con que se hayan ido, hastiados, la mayoría de los que llegaron con él. Pero si hablas con los que estuvieron allá dentro, enseguida te das cuenta de que su mesianismo, su tendencia a colocar en lugar preponderante a sus parejas y su visión paranoica de la realidad han provocado el desmoronamiento. Bueno; eso y el chaletazo. Que, claro, no puedes ser como el líder de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, que predicaba la castidad y la pureza e iba cepillándose jóvenes y jóvenas mientras les rezaba un padrenuestro.

Pues si has llegado a la política hablando de los parias de la tierra y de la famélica legión, no te puedes poner delante de los parias famélicos, a la puerta de tu chalet, a comerte diez solomillos y no compartirlos.

Pero, oigan, que me desvío y no he hablado casi de la manifestación que se ha convocado para este sábado a las 19 horas en la Cibeles. No sé cuántos Carmenistas van a ir, pero, de momento, lo que han conseguido es que la alcaldesa cambie su ánimo. El domingo estaba con una depre descomunal diciendo que se jubilaba. Y ayer mismo ya aseguraba que estaba dispuesta a pelear. Yo, que soy un defensor a ultranza de que la tercera edad esté activa, me alegro de que le hayan quitado la depre, aunque igual luego la desilusión sea más gorda si, como parece, Martínez Almeida se queda con la alcaldía.

Yo no iré a la manifa. Me quedaré en casa intentando entender a todos aquellos a los que se les llena la boca de democracia y luego no saben aceptar que las urnas, a veces, te dejan de pasmo. O eso, o igual me bajo al garaje de casa con mi kit de forense “Horatio Caine” para analizar unos restos inquietantes que llevo viendo desde hace meses. Es la huella de una mano infantil, que ha quedado como fosilizada en el suelo junto a la puerta de acceso a los ascensores. La primera vez que la vi dije: “Jaja. Ahí se ha caído un niño con la mano llena de mermelada.” A medida que pasan las semanas y los meses la persistencia de la huella me hace pensar de todo.

¿Es cosa divina y tenemos entre nosotros a un nuevo Mesías? ¿Es el anticristo? ¿Le dieron al niño una papilla radioactiva? ¿Vive en nuestra casa el hijo de Johnny Storm? Les animo a opinar para ver si consiguen quitarme la angustia de encima.

EL NUDO

No el de la corbata. Ni el gordiano. Hablo de ese que se te atasca en la garganta cuando pasan cosas emocionantes a tu alrededor. Mañana mi hija Macarena, que tiene 17 años, se gradúa en el mismo Colegio al que fuimos mi mujer y yo; el Virgen de Mirasierra. Allí me gradué yo hace 37 años. Fue el Colegio de mis hermanos, de mis cuñados, de infinidad de amigos, de muchos de mis sobrinos y el de mis 3 hijos. Y cerrar mañana esta etapa de mi vida pues, cojones, debo reconocerlo, me tiene a medias entre la congoja, la impresión y ese punto de emoción por haber conseguido llegar hasta aquí siendo felices.

Yo digo con frecuencia que he tenido mucha suerte en la vida. Y lo creo de verdad. Tuve una inmensa suerte de caer en la familia en la que caí. Y luego he tenido la fortuna de encontrar a la mejor compañera para formar mi familia y criar a mis hijos. Y, con mis churumbeles, también ha habido suerte y han salido 3 buenos niños con los que hemos pasado nuestros ratitos de agobio, pero que han recorrido la infancia y la adolescencia sin grandes sobresaltos.

Y, cuando digo esto, siempre toco madera, porque ahora mis hijos están en la juventud y soy un convencido de que para superar la infancia, la adolescencia y la juventud, no es que haya que tener buena suerte, es que hay que rezar para no que no te toque la mala.

A lo que voy es a que, mañana, hay un acto de graduación en el Colegio y yo, que, como dicen mis hijos soy “un motivao”, me ofrecí para hablar en representación de los padres, si nadie más lo solicitaba. Después de 21 años como Padre en el colegio, me hacía ilusión poder despedir a la generación de mi hija la pequeña y decirle adiós o hasta pronto al mismo patio en el que yo me desollé varias veces las rodillas, los codos y las manos jugando al fútbol o haciendo el animal con el “churro-mediamanga-ymangaentera”, que me voy a ir otra vez del colegio sin saber qué coño significaba aquello.

Y aquí estoy dándole vueltas a lo que voy a decir porque, no sé ustedes, pero yo, siempre que tengo que escribir un discurso, una presentación, un pregón o un artículo, espero hasta el último momento. Mi mujer, frecuentemente, me critica por eso y me dice que por qué no lo preparo con tiempo (ella lo tendría escrito desde hace 5 meses), pero yo trabajo mucho mejor bajo presión. Cuando me salen las mejores cosas, siempre, es cuando las escribo con las nalgas duras como piedras, con ese “no-llego-joder-no-llego” atravesándote el cerebelo.

Para añadirle salsa al asunto, estamos en San Isidro. Y yo, que soy muy aficionado, pues cada tarde me voy a Las Ventas y, claro, son 3 horas y pico en las que no estoy para nada ni para nadie. Y ayer fue de esos días que uno recordará toda la vida. Imagino que muchos de ustedes sabrán que toreaba Roca Rey. El muchacho peruano (al que, durante la lidia del 4º y el 5º, operaron con anestesia local de una cornada que le pegó el tercero de la tarde) puso la plaza bocabajo.

El que suscribe pidiendo las 2 orejas para Roca Rey

Roca, renqueante, consiguió callar incluso a los insoportables tocagüevos del 7 y cortó dos orejas de un toro por el que ninguno de los que estábamos allí dábamos un duro. Hacía mucho tiempo que no veía yo tan loca a la plaza y salimos todos emocionados, intentando imitar ese natural eterno con el que rompió la faena. Y yo, como cada vez que un torero triunfa a lo bestia, me acuerdo de mi padre. Cuando no existían los móviles y no habíamos ido juntos a los toros, según llegaba a casa le llamaba para comentar la faena. Y desde que aparecieron los móviles en nuestras vidas, nos llamábamos en el momento para, juntos, regodearnos en las partes de la faena que más nos habían gustado.

O sea que, entre lo de mi hija y que me acuerdo de mi padre en San Isidro, estoy en un bucle emocional del que no me consiguen sacar ni siquiera los políticos de esta campaña electoral que a mí me parece que está durando toda la vida. Eso por no hablar de lo de los políticos-presos-políticos, que no les digo si estoy hasta el testículo izquierdo o hasta el derecho, de que no se hable de otra cosa en los primeros 10-15 minutos de cada informativo desde hace demasiado tiempo.

Así que prefiero seguir centrándome en lo de mañana, pensando en mis hijos y en lo poco que se parecen ya los 3 a aquellos enanos a los que con tu mano, con tu voz o con el argumento más sencillo les dabas tranquilidad y les permitías conciliar el sueño.

Recuerdo cuando Macarena tenía 6 ó 7 años. Habíamos tenido antes de la cena una de esas conversaciones complejas sobre sexo. Y eso que todavía no nos había preguntado “¿qué es un orgasmo?”, que es la pregunta definitiva. Pero estaba ella muy interesada en el modo en el que se trabajaba para traer hijos al mundo. Hacer el amor. Y comenzó la conversación resbalosa.

“Mamá. ¿Y vosotros hacéis el amor cada noche?” Mi mujer le contestó: “No”. La niña no se quedó conforme y siguió el interrogatorio. “Pero, ¿desde que yo nací lo habéis hecho alguna vez?” Ahí ya empezamos a sonreírnos. “Sí, claro.” Y, ante la respuesta afirmativa de mi Santa, Macarena puso una cara entre la estupefacción y la repugnancia y soltó un ¡¡¡Agggggggg!!! que escuchó todo el vecindario.

Después de cenar, como de costumbre, le dejamos ver un poco de tele y, a eso de las 10 me la llevé a contarle su cuento diario. La notaba tensa. Como agobiada. Y, cuando la metí en la cama, me lo preguntó:

  • Papá
  • ¿Qué?
  • Lo de hacer el amor para tener hijos.
  • ¿Qué?
  • ¿Es obligatorio?

Intentando contener la risa le dije que no. Que uno podía elegir si casarse o no e incluso tener hijos o no tenerlos. Y, como si le hubiera dado un yogur con lexatines, aquella frase paternal la dejó mucho más tranquila. Y se durmió.

 

QUERER QUE PIERDAS

Llámenme fascista. Pero tengo que confesar que disfruté como un cochino en una charca anteayer cuando el Liverpool eliminó al Barça y lo dejó sin Final de Champions. Y no solo el martes. Yo disfruto siempre que pierde el Barça, aunque sea la sección femenina de Curling, que ignoro si la tiene.

Mi mujer piensa que me equivoco y que he educado a mis hijos en un mal sentimiento, pero a mí me parece que esa es la salsa del fútbol; quiero que ganen el Málaga, el Madrid y el Atleti y, por supuesto, el equipo que juegue contra el Barça. Bueno, perdón; también quiero siempre que pierda cualquier equipo que entrene el insoportable José Mourinho. Fíjense lo que fue aquello, que llegó un momento en el que no me importaba en exceso que palmara el Madrid si esa derrota podía significar que el entrenador más sobrevalorado de la Historia pusiese cara de tener una almorrana en ebullición. Y lo echaran.

IMPOSIBLE CONFESAR QUE ERES DEL MADRID

Pero, volviendo a lo del Barça, me resulta curioso cómo mucha gente te mira mal cuando, siendo del Madrid, manifiestas un mal sentimiento hacia cualquier otro equipo. Si, por ejemplo, dices que eres del Atleti y que te encanta que pierda el Madrid, se te presupone una cualidad humana especial, un romanticismo, un amor por los colores superior al de cualquier otro hincha. Si dices que eres del Barça y que deseas que el Madrid sufra, se te atribuye un aire de modernidad, cosmopolita, europeo. No sé; un “charme” especial.

En cambio, si dices que eres del Madrid, te adjudican, como por ensalmo, que hueles a naftalina, que coges la taza de té poniendo tieso el meñique y que votas, sin duda, al partido más antipático del espectro político. Y, además, eres un nostálgico del Franquismo. Por eso, si se fijan, no hay ni un solo periodista deportivo, o hay muy pocos, salvo los que van de forofos como mis ex-compañeros de carrera Tomás Roncero o Juanma Rodríguez, que reconozcan abiertamente que son del Madrid. Sí los hay que dicen, o que no niegan, que son del Barça, del Atleti, o del Celta de Vigo, y no pasa nada. Ese sentimiento no les hace peores. Pero, ay, si dices que eres del Madrid, esa confesión parece que te inhabilita para informar adecuadamente de lo que suceda en el mundo del deporte español.

EL PROCÈS Y EL SENTIMIENTO ANTI-BARÇA

Tengo amigos que, además, aseguran que toda la tontá esta del Procès, les ha influido y que hoy quieren con más ahínco que palmen los azulgrana. Hombre, yo reconozco que esto de oír gritar In-de-pen-den-ci-a en el minuto 17 de cada partido en el Nou Camp me toca las bolingas, pero yo deseo que pierda el Barça casi desde siempre. Debo decir abiertamente que aquellas dos Ligas seguidas de Tenerife, me abrieron una heridita que aún no se ha cerrado y que me parece mucho más divertido ver el fútbol deseando que ganen unos y que pierdan otros.

Y la del martes fue una buena noche. Estaba cenando en nuestra casa la hija de unos amigos, que no entendía muy bien por qué, si nosotros somos del Madrid, estábamos tan contentos con la victoria del Liverpool. Y tuve que explicarle (es hija de un brasileño y una francesa) que no es que yo fuera supporter de los Reds, es que lo que quería era que no llegara a la Final el Barça. Y ya, de paso, le expliqué que esa Final era en Madrid y la pereza que me daba pensar en todos esos lazos amarillos, esas pancartas pro-indepé, esas sonrisitas de superioridad moral de los nacionalistas demostrando a toda Europa lo malos que somos los españoles y lo cool que son ellos.

O sea que, al final, sí que parece que lo del Procès también me ha afectado a mí y en lo del martes hubo un plus de alegría pensando en que esa almorrana de Mourinho podía ser la misma que la de indeseables como Torra o Puigdemont. Que los imagino viendo el partido relamiéndose soñando con las pancartas pidiendo la libertad de los Presos Politics en el Wanda el día de la final.

Y mira, pues no. La final no va a ser, como parecía, Barça- Ajax, sino Liverpool-Totenham. Sorpresón porque anoche, en otro partido delirante, los londinenses se cepillaron a los holandeses, que llevaban una semana celebrando que estaban clasificados antes de jugar el partido de vuelta.

UN EXAMEN CATASTRÓFICO

Que ese exceso de confianza no es bueno ni en el fútbol ni en la vida en general. Yo recuerdo un examen que hice en 2º de carrera. En el primer cuatrimestre nos había dado clase Miriam, la hija del profesor titular y, cuando nos puso el examen, nos insistió mucho en que su padre no quería que le soltáramos un rollo académico, sino que escribiéramos un artículo creativo, arriesgado, valiente. Decirle eso a un muchacho de 19 años como yo, era una invitación al suicidio literario que yo acepté con mucho agrado. La pregunta era una sola: “La Noticia”

Y allá que fui yo, con mi aroma de Patrics, a rebozarme en mis conocimientos y dejarle claro al maestro que yo era un periodista de raza. Un articulista diferente. Un Larra en ciernes. Y el examen me quedó bordado; escribí un artículo uniendo todas las definiciones que nos habían explicado sobre «la noticia». Unas semanas después, el profesor titular comenzó a darnos clase y, el primer día, cuando aún no había publicado las notas, al verme entrar en el aula, me dijo: “Usted es García-Hirschfeld, ¿no?”. Yo le contesté que sí y me senté pensando: “¡Coño! ¡¡Le he encantado!! Este me va poner un 10 y me va a ofrecer una columna en el ABC. O me va a proponer para el Premio Ortega y Gasset”. Pero no.

FRASE LAPIDARIA

El profesor Miguel Pérez Calderón empezó a hablar sobre los exámenes y dijo que los había visto «líricos, románticos, épicos y alguno inaceptaaableeee como el de un compañero suyo que ¡¡¡ha llamado imbécil a uno de mis mejores amigos!!!” Era cierto. No recuerdo quién era el teórico que definía la noticia de una manera que a mí, hoy, me sigue pareciendo una imbecilidad y, en mi imprudencia juvenil, lo dejé por escrito; «Hay algún que otro imbécil que dice que la noticia es aquello que interesa a más de 5.000 personas». Es obvio que nunca debí decirlo. Y menos en el examen que iba a corregir un íntimo del susodicho… que me puso un 4.

Cuando me entregó el examen, leí una nota del profesor que decía así: “Usted llegará a ser un gran periodista, siempre que antes no lo tire su director por la ventana de un 4º piso”. Y, francamente, no sé cuántos de mis jefes habrían suscrito semejante frase.