EL NUDO

No el de la corbata. Ni el gordiano. Hablo de ese que se te atasca en la garganta cuando pasan cosas emocionantes a tu alrededor. Mañana mi hija Macarena, que tiene 17 años, se gradúa en el mismo Colegio al que fuimos mi mujer y yo; el Virgen de Mirasierra. Allí me gradué yo hace 37 años. Fue el Colegio de mis hermanos, de mis cuñados, de infinidad de amigos, de muchos de mis sobrinos y el de mis 3 hijos. Y cerrar mañana esta etapa de mi vida pues, cojones, debo reconocerlo, me tiene a medias entre la congoja, la impresión y ese punto de emoción por haber conseguido llegar hasta aquí siendo felices.

Yo digo con frecuencia que he tenido mucha suerte en la vida. Y lo creo de verdad. Tuve una inmensa suerte de caer en la familia en la que caí. Y luego he tenido la fortuna de encontrar a la mejor compañera para formar mi familia y criar a mis hijos. Y, con mis churumbeles, también ha habido suerte y han salido 3 buenos niños con los que hemos pasado nuestros ratitos de agobio, pero que han recorrido la infancia y la adolescencia sin grandes sobresaltos.

Y, cuando digo esto, siempre toco madera, porque ahora mis hijos están en la juventud y soy un convencido de que para superar la infancia, la adolescencia y la juventud, no es que haya que tener buena suerte, es que hay que rezar para no que no te toque la mala.

A lo que voy es a que, mañana, hay un acto de graduación en el Colegio y yo, que, como dicen mis hijos soy “un motivao”, me ofrecí para hablar en representación de los padres, si nadie más lo solicitaba. Después de 21 años como Padre en el colegio, me hacía ilusión poder despedir a la generación de mi hija la pequeña y decirle adiós o hasta pronto al mismo patio en el que yo me desollé varias veces las rodillas, los codos y las manos jugando al fútbol o haciendo el animal con el “churro-mediamanga-ymangaentera”, que me voy a ir otra vez del colegio sin saber qué coño significaba aquello.

Y aquí estoy dándole vueltas a lo que voy a decir porque, no sé ustedes, pero yo, siempre que tengo que escribir un discurso, una presentación, un pregón o un artículo, espero hasta el último momento. Mi mujer, frecuentemente, me critica por eso y me dice que por qué no lo preparo con tiempo (ella lo tendría escrito desde hace 5 meses), pero yo trabajo mucho mejor bajo presión. Cuando me salen las mejores cosas, siempre, es cuando las escribo con las nalgas duras como piedras, con ese “no-llego-joder-no-llego” atravesándote el cerebelo.

Para añadirle salsa al asunto, estamos en San Isidro. Y yo, que soy muy aficionado, pues cada tarde me voy a Las Ventas y, claro, son 3 horas y pico en las que no estoy para nada ni para nadie. Y ayer fue de esos días que uno recordará toda la vida. Imagino que muchos de ustedes sabrán que toreaba Roca Rey. El muchacho peruano (al que, durante la lidia del 4º y el 5º, operaron con anestesia local de una cornada que le pegó el tercero de la tarde) puso la plaza bocabajo.

El que suscribe pidiendo las 2 orejas para Roca Rey

Roca, renqueante, consiguió callar incluso a los insoportables tocagüevos del 7 y cortó dos orejas de un toro por el que ninguno de los que estábamos allí dábamos un duro. Hacía mucho tiempo que no veía yo tan loca a la plaza y salimos todos emocionados, intentando imitar ese natural eterno con el que rompió la faena. Y yo, como cada vez que un torero triunfa a lo bestia, me acuerdo de mi padre. Cuando no existían los móviles y no habíamos ido juntos a los toros, según llegaba a casa le llamaba para comentar la faena. Y desde que aparecieron los móviles en nuestras vidas, nos llamábamos en el momento para, juntos, regodearnos en las partes de la faena que más nos habían gustado.

O sea que, entre lo de mi hija y que me acuerdo de mi padre en San Isidro, estoy en un bucle emocional del que no me consiguen sacar ni siquiera los políticos de esta campaña electoral que a mí me parece que está durando toda la vida. Eso por no hablar de lo de los políticos-presos-políticos, que no les digo si estoy hasta el testículo izquierdo o hasta el derecho, de que no se hable de otra cosa en los primeros 10-15 minutos de cada informativo desde hace demasiado tiempo.

Así que prefiero seguir centrándome en lo de mañana, pensando en mis hijos y en lo poco que se parecen ya los 3 a aquellos enanos a los que con tu mano, con tu voz o con el argumento más sencillo les dabas tranquilidad y les permitías conciliar el sueño.

Recuerdo cuando Macarena tenía 6 ó 7 años. Habíamos tenido antes de la cena una de esas conversaciones complejas sobre sexo. Y eso que todavía no nos había preguntado “¿qué es un orgasmo?”, que es la pregunta definitiva. Pero estaba ella muy interesada en el modo en el que se trabajaba para traer hijos al mundo. Hacer el amor. Y comenzó la conversación resbalosa.

“Mamá. ¿Y vosotros hacéis el amor cada noche?” Mi mujer le contestó: “No”. La niña no se quedó conforme y siguió el interrogatorio. “Pero, ¿desde que yo nací lo habéis hecho alguna vez?” Ahí ya empezamos a sonreírnos. “Sí, claro.” Y, ante la respuesta afirmativa de mi Santa, Macarena puso una cara entre la estupefacción y la repugnancia y soltó un ¡¡¡Agggggggg!!! que escuchó todo el vecindario.

Después de cenar, como de costumbre, le dejamos ver un poco de tele y, a eso de las 10 me la llevé a contarle su cuento diario. La notaba tensa. Como agobiada. Y, cuando la metí en la cama, me lo preguntó:

  • Papá
  • ¿Qué?
  • Lo de hacer el amor para tener hijos.
  • ¿Qué?
  • ¿Es obligatorio?

Intentando contener la risa le dije que no. Que uno podía elegir si casarse o no e incluso tener hijos o no tenerlos. Y, como si le hubiera dado un yogur con lexatines, aquella frase paternal la dejó mucho más tranquila. Y se durmió.