EL DUELO

En las últimas 3 semanas han muerto dos de los mejores amigos de mi padre. Pepe Jiménez Villarejo falleció el día 15 de diciembre y, el día de Año Nuevo, murió su hermano Fernando. Ambos fueron importantes en mi infancia y en mi juventud, no sólo por ser íntimos de la familia, sino porque eran de esas personas que hacían mejor el mundo que les rodeaba.
Pepe era jurista y justo fue que llegara a lo más alto en su carrera como presidente de dos de las Salas del Tribunal Supremo. Era un hombre fundamentalmente bueno y alegre y yo recuerdo en aquellos años del tardo franquismo y la primera transición la valentía que tuvo de ponerse en el lugar en el que te podía coger el toro apostando por la democracia y por una nueva justicia. Pero más allá de sus virtudes como juez o su mérito como hombre comprometido, lo que más me gustaba de él era su faceta de hombre de familia y amigo conversador. Daba gusto siempre ir a casa de los Jiménez Villarejo. Trini, Pepe y sus hijos eran una gente habitualmente tranquila y contenta con la vida que les había tocado vivir. Aunque escondían algunos juguetes cuando llegábamos mis hermanos y yo (para que no los arrasáramos), he de reconocer que aquellos fines de semana y días de verano en su casa de Chilches son de los favoritos de mis recuerdos de infancia. Años más tarde, cuando ya vivían en Madrid, me gustaba sentarme a hablar con Pepe de lo que fuera; de política, de periodismo, de la Justicia, de la Iglesia o de poesía. Pepe era un gran poeta, pero, sobre todo, era un gran conversador. En la misa corpore insepulto que se hizo en el tanatorio el sacerdote dijo que Pepe nunca hablaba como desde un púlpito; que siempre tenías con él la sensación de estar de igual a igual. Y así era. A mí me encantaba, a mis 20 años, poder hablar con uno de los amigos de mi padre con la sensación de que, verdaderamente, escuchaba y valoraba lo que le estabas diciendo, aunque yo imagino que muchas de las cosas que me escuchaba le daban para estar riéndose un buen rato.
El otro hermano era Fernando. Era sacerdote. He conocido a pocas personas tan alegres como él. Recuerdo cuando éramos pequeños que mi padre nos hablaba de su amigo Fernando que estaba en las misiones en África. Y nosotros nos hacíamos a la idea de un Fernando heroico luchando con leones y otras fieras para llevar la palabra de Dios a los negritos del África Tropical. Muy de Tintín. Y cuando regresó de las misiones, paró en casa de mis padres unos días y sacó un cargamento de diapositivas que había ido haciendo. Nosotros nos sentamos esperando ver a Fernando blandiendo su machete triunfante sobre las fieras de la sabana y nos encontramos con una serie de fotos en las que curiosamente, sobre todo, lo que salía era gente contenta. A mí me resultó muy chocante aquella felicidad africana, pero con el paso de los años comprendí que esa alegría, sin duda, era Fernando que, por cierto, nos enseñó a no hablar de “negritos” con esa superioridad benevolente de los blancos. De hecho, esas “filiminas”, que decíamos de pequeños, me hicieron pensar durante un tiempo en hacerme misionero de la Compañía de Jesús, hasta que mi tío Carlos, que era Jesuita y me conocía bien me dijo: “pero sabes que, para ser jesuita, hay que estudiar 14 años, ¿No?”. Y, en aquel instante, San Ignacio perdió una vocación. El tío Ferdi, como le llamaban sus sobrinos y como le acabamos llamando mis hermanos y yo, volvió a pasar algunas temporadas en nuestra casa de Madrid y aunque ya no venía con diapositivas africanas, siempre nos contaba anécdotas divertidas y nos hacía sentir unos niños especiales a los que él quería como si fuéramos sus sobrinos.
Eran dos hombres buenos que hacían mejores a los demás. Y se han ido. Y sus muertes me han removido en estos días en los que estamos a punto de celebrar que hace 3 años, en la mismísima Noche de Reyes, mi padre descansó. Y digo que me han removido porque, cuando murió mi padre, yo me quedé con la sensación de que su muerte, después de un largo sufrimiento, me iba a producir alivio. Y no fue así exactamente. Por supuesto me alivió que dejara de sufrir, pero, en ese egoísmo tan propio de los hijos, al fin y al cabo, yo estaba contento con tener a mi padre ahí. Le podía coger la mano. Y hablarle. Me lo habían avisado. Que son como mínimo tres años de duelo. Y a mí me parecía que, a mi edad, ya no podía afectarme tanto que muriera mi padre. Pero vaya si afecta. Yo hoy, recordando a sus buenos amigos, he añorado a mi padre más de lo normal, que es bastante. Supongo que el duelo terminará el día en el que vea una foto de mi padre que tengo en mi cuarto y no me suponga ninguna emoción especial. Hoy, todavía, cada vez que la veo me da un pellizco en la boca del estómago. El mismo que sentí hace veinte días, primero, y hace 3 días, después, cuando me dijeron que las sonrisas de Pepe y de Fernando se habían ido para siempre. Al menos sé que ellos, como mi padre, descansan en Paz.