UNA OPORTUNIDAD

Vaya dos noches de alegrones consecutivos que he tenido esta semana. Y no hablo de atletismo sexual, ni nada parecido. Ya lo siento. Hablo de los partidos en los que el Madrid y el Atleti han conseguido clasificarse para la final de la Champions. Me van a perdonar los no futboleros, pero si no dedico hoy un poquito de mi Cabra a hablar de esto, yo creo que me da algo.
Allá que nos vamos a ir mis hijos y yo el 24 de mayo en coche a Lisboa con mis cuñados y mis sobrinos; unos del Atleti y otros del Madrid. Sabemos que algunos van a volver, seguro, contentos en el coche. Y algunos muy jodidos. Pero creo que esa es la gracia del fútbol; que se tengan esos sentimientos intensos de derrota o de victoria sin que, al que pierde, le den ganas de partirle la cabeza al que ha ganado. Yo espero que, en esa final, los del Madrid y los del Atleti demos un ejemplo de aficiones que van allí a disfrutar de lo que pase, aunque lo que pase sea que nuestro equipo del alma pierda.
Claro que puestos a ser ejemplares, podrían aprovechar la oportunidad los dos equipos de la capital de España para cambiar un poco esa imagen chusca que transmiten, habitualmente, los futbolistas. No sé si ustedes se han preguntado alguna vez por cosas que ni siquiera los que hemos jugado al fútbol entendemos. Y no voy a entrar en esas modas recientes de no agacharse los de la fila de delante cuando les hacen la foto de equipo antes de comenzar el partido. Cuando yo era chico, los de delante posaban en cuclillas. Ahora se ponen con el culo en pompa, como si estuvieran de visita en el proctólogo. Y tampoco me voy a referir a la manía que les ha dado a todos de taparse la boca para decirse cosas; coño, que parece que se estén dictando la receta de la Coca-cola. Lo malo es que los niños les copian y el otro día, en un partido de alevines, vi a un defensa hablando en un córner con uno de su equipo con la mano puesta en la boca, como si hubiese comido ajos y tuviera un aliento pestilente.
Pero ya digo que estas cosas, me chocan, pero no dan mala imagen. Lo que sí da repelús es la cantidad de veces que escupen, se suenan los mocos y se tocan el paquete los jugadores profesionales de fútbol durante los partidos. Y yo creo que es cosa de que los tíos somos en general más guarros. Porque no es que yo vea mucho fútbol femenino, pero estoy seguro de que las chicas no escupen tanto, ni expulsan mocos, ni se tocan el pubis con la frecuencia de los chicos. Vaya, yo no digo que los jugadores vayan con un pañuelito metido en la manga, como hacían nuestras abuelas, simplemente podían aprender de los jugadores de baloncesto, que hacen un esfuerzo físico parecido o incluso superior y sólo escupen si a alguno le rompen la boca y sangra abundantemente. Y jamás he visto a un baloncestista taparse un orificio nasal y hacer, por el otro orificio, un lanzamiento de moco estilo Mazinger Z al grito de ¡Mocos fuera!
Por eso yo tiendo a pensar que estos comportamientos son consecuencia de la unión de un deporte como el fútbol, con un grupo de seres humanos de sexo masculino juntos y solos. Y para que lo entiendan, les voy a contar algo que hacíamos en el equipo de fútbol en el que jugué varios años; algo que pertenece a esos secretos de vestuario, pero han pasado ya tantos lustros que no creo que ninguno de mis compañeros se moleste por contarlo. Yo nunca competí en ligas de primer nivel, pero estuve muchos años jugando con un equipo de amigos en ligas menores. No recuerdo que fuéramos máquinas de escupir y moquear, pero teníamos una manía muy chorra. La típica tontada que hacemos los tíos cuando nos dejan juntos y solos entre los 15 y los 90 años. No sé quién del equipo decidió un día que, al que marcase un gol, había que darle un manotazo en los testículos. Absurdo. Lo sé. Pero lo hacíamos. Y había que vernos cuando marcábamos un gol. Imagino que recordarán con los pelillos de punta la carrera frenética que se pegó Iniesta cuando metió el gol que daba la victoria a España en la final del Mundial de Suráfrica. Pues esa galopada fue un trote cochinero al lado de las carreras que dábamos los de mi equipo cuando marcábamos un tanto. Los equipos rivales y la gente que iba al campo se quedaban de pasmo cuando nos veían correr desmelenados. El que había marcado haciendo un sprint tipo Bolt y los demás del equipo detrás de él gritando como 10 neanderthales a punto de cazar el bisonte que les arreglaba la semana. Todo muy masculino. Lo que no sabían los que no eran del equipo era que aquella carrera del que marcaba, no estaba influida por la alegría de haber hecho un gol, sino por el miedo real a perder un huevo en un campo de tierra del extrarradio de Madrid y no saber cómo explicarle la cosa, después, al cirujano que tuviera que reparártelo.