A LA MIEEERDAAA

Pobre Fernando Fernán-Gómez. Tantos años de carrera admirable y muchos hoy le recuerdan, sobre todo, por aquel día en que mandó a la mieeerdaaa a un fan que se estaba poniendo pesadísimo. Yo tuve la suerte de tratar a Fernán-Gómez durante dos años en el programa de debate que hacíamos en Antena 3 con Jesús Hermida. Compartí con él muchas horas de sala de espera y era un hombre con el que daba gusto hablar; cultísimo, divertido, con una capacidad extraordinaria para resumir en pocas palabras conceptos muy complicados. Era, sin duda, un buen escuchador y, sobre todo, un señor tolerante. Al menos en aquel espacio, rodeados de tortillas de patata, platos de jamón, cervezas, refrescos y algunas bebidas espirituosas, conversar con Fernando era de esos ratos de la semana que compensaban el trabajo de todos los días previos. Yo jamás le vi sacar los pies del tiesto, pero, lo que son las cosas, hoy estoy seguro de que todos los que han leído el titular de esta Cabra habrán pensado en él. Bueno, en él y en nuestros políticos, que es a quienes yo dedico ese deseo ferviente de que nos dejen en paz y se vayan a la hez.
Efectivamente no es un drama que haya elecciones. Todos los profetas de la nueva política, enseguida te salen con la tontada de que “el drama sería no poder votar”. No te jode. Pues claro. Un drama es tener una enfermedad incurable, que se te muera un hijo o que cualquiera de las personas que quieres se vaya de aquí antes de tiempo. Esto no es un drama, pero creo que es la demostración de que estamos en la época más triste de nuestra democracia. Los líderes que nos ha tocado padecer son de una calidad tan ínfima, que no han sido capaces de llegar a un acuerdo que permitiera formar un gobierno. ¿Tan difícil era?
Lo malo de todo esto no es que haya pasado. Lo peor es que vamos a otras elecciones y no tiene pinta de que la cosa vaya a mejorar. Quiero decir; lo más probable es que se repitan unos resultados muy parecidos y, de nuevo, nos encontremos con que estos mismos que nos han hecho perder seis meses y no sé cuántos millones de euros, regresen a la casilla de salida el día 27 de junio a las diez de la mañana. ¿Alguno de ustedes confía en que a estos tuercebotas les vaya a salir la grandeza como te sale un sarampión? Porque es de una tristeza agobiante escuchar a todos los líderes diciendo que la culpa la tiene el otro. Es una especie de propiedad transitiva de la asunción de la responsabilidad que hace que A culpe a B, que culpa a C que, a su vez, culpa a D. Por supuesto, D, culpa a A, aunque le parece también que B y C son lo peor. Esto podría dar mucha risa, pero a mí me tiene con una mezcla de cabreo y tristeza que no se me quita desde hace semanas. Sobre todo al oírles.
Escuchar ayer a Rajoy y a Cospedal hablar como si desde el 20-D hasta hoy no hubiera habido ninguna noticia relacionada con la corrupción dentro del PP. Igual eso ha influido en que ningún partido quisiera sentarse con Rajoy.
Ver a Pedro Sánchez diciendo, sin que le dé la risa, que si queremos ver buena gestión económica y cero corrupción hay que votar al PSOE. Es cierto que han sido los únicos, con Ciudadanos, que han buscado un acuerdo, aunque se le escapó el pequeño detalle de que igual debía haber intentado algún consenso con el partido que más votos había sacado.
Observar a Pablo Iglesias feliz tras haber torpedeado con habilidad la línea de flotación de Sánchez y constatar que sigue mirándonos con esa sonrisilla de superioridad. Es la de aquellos que saben que nos la están colando. A mí me sorprende que logre convencer a muchos de que se puede hablar de Lenin, levantar el puño entre hoces y martillos, adular a Castro, Chávez y ahora a Maduro o convertir en héroe a Otegui y luego ir de límpidos puretas de la democracia verdadera.
Contemplar a Rivera enseñando ya la patita de político de los de toda la vida, explicando con dificultad alguno de esos marroncetes que, ya tan pronto, le han empezado a salir a su partido. Conste que creo que ha sido de los pocos que se han comportado con madurez y algo de grandeza en estos meses de profunda pesadumbre.
Y ahora, la que se nos viene encima. Otros dos meses de escuchar a todos estos diciendo lo mismo, de debates, de mítines, de sonrisas entre octavillas y confetis. No sé ustedes, pero servidor va a votar exactamente lo mismo que voté el 20-D. Creo que es lo que deberíamos hacer; votar todos lo mismo y obligarles a ponerse de acuerdo. Y, si no son capaces, que se vayan y que pongan a otros que sí lo sean. A lo mejor con políticos menos penosos nos convertimos en un país en el que la gente no piense constantemente que, si los políticos mienten, por qué no van a hacerlo los ciudadanos. No sé si les ha pasado; contar algo inverosímil y que todo el mundo te mire con cara de “sí, sí. Ya, ya”. A mí me ha sucedido toda la vida con algo que ocurrió en mi colegio cuando yo tenía 9 años. Cada vez que la he contado he sufrido esas miradas torvas e incrédulas. Supongo que recordarán al gran rejoneador Álvaro Domecq. Alvarito, que es como le llamaban, fue alumno del colegio de Los Jesuitas de Málaga y, desde que terminó el PREU, todos los años volvía, por las fiestas de San Estanislao, y mataba un novillo en el campo de fútbol. En una de las entradas del campo se colocaba el camión de transporte de ganado, cerrando el recinto y, el resto del hueco, se tapaba con unas vallas de tablones y alambrada. En el año 1973 el novillo salió de culo y, en vez de dirigirse al centro del ruedo/terreno de juego, se encontró con la valla y decenas de niños que le gritábamos y le citábamos con la inconsciencia propia de la infancia. Al novillo le dio por ponerse a dar topetazos, rompió el vallado y se escapó a dar una vuelta por un colegio en el que cientos de hombres, mujeres y niños compraban papeletas de la rifa, tomaban refrescos y limonada o veían un teatro de guiñoles. Gracias a Dios no pasó nada grave y Domecq, con la ayuda de siete u ocho hombres, logró devolver al novillo al ruedo y terminar la fiesta sin que se produjera una tragedia. Nunca vi testimonio gráfico de aquel día, pero hace unas semanas mi amigo Jorge Lamothe compartió en Facebook la foto que cierra esta Cabra. Para que sepan todos aquellos que dudaron de mí que yo no miento ni jugando al mus. Bueno. Jugando al mus un poco sí.

GANDHI VERDE

La creación no es mía sino de David Bustamante. No conozco a nadie que haya triunfado en lo suyo que no sea un tío listo, original y, al menos en ocasiones, tenga su punto de gracia. Bustamante es uno de esos. Confío en que sepan que yo produzco para los domingos por la mañana de TVE un programa que se llama “Seguridad Vital”. En este espacio, hacemos unas entrevistas cortas en las que preguntamos a los famosos si, cuando están conduciendo, se consideran más Mahatma Gandhi o el Increíble Hulk. Supongo que la mayoría conocerán a aquel personaje de Marvel que, cuando se cabreaba, se ponía de color verde, crecía y sacaba un carácter, digamos que dificilillo. Le lanzamos la pregunta a Bustamante y David, en un momento de esos brillantes, contestó que él es el Gandhi verde.
A mí me pasa igual. Yo, por lo general soy un tío tranquilo. No suelo estresarme mucho y no me enfado con demasiada frecuencia. O sea; en muchos momentos de mi vida, soy más de Mahatma Gandhi. Pero, ay, de vez en cuando me cabreo y, cuando me sucede, excepto en la piel verde y en la hipertrofia muscular, tengo cierto parecido al Increíble Hulk. Y, me da vergüenza reconocerlo, pero el otro día me sucedió, precisamente, yendo en el coche con mi mujer. Veníamos de hacer la compra en un mercado. Íbamos por una calle con dos carriles aproximándonos a un semáforo. Vi que llevaba detrás una moto de esas que van haciendo slalom y me fui a apartar para dejarle pasar justo antes de llegar a un cruce en el que queríamos girar a la izquierda. Cuando estaba haciendo el cambio de carril, el coche que iba delante de nosotros hizo una maniobra brusca, que me obligó a frenar de manera repentina y a apartarme, también bruscamente, de mi trayectoria. Vi perfectamente que venía la moto zigzagueando y me detuve para que pudiera pasar y hacer su giro a izquierdas. El motorista, indignado por verse obligado a cambiar su trayectoria, se me paró al lado y se me quedó mirando con mucha cara de chuleta, como perdonándome la vida, a pesar de que yo con la mano le estaba indicando que pasara. Pero se quedó allí retador y haciendo aspavientos. Yo, primer error, bajé la ventanilla y le dije, ya en tono poco Gandhi, que qué le sucedía, que le estaba dejando pasar. El de la moto movía mucho las manos y le veía a través del casco cómo decía cosas. Entre que estoy más sordo que Beethoven y el ruido del coche no me enteré mucho de lo que me gritaba, pero entreoí palabras que terminaban en uta y en olla. Poniéndome benévolo, hoy puedo pensar que, estando tan próximos a un mercado, podía estar diciéndome; «Buenas tardes, caballero, acabo de comprar fruta y unas cebollas». Pero la piel verde en la que yo habitaba en aquellos momentos me impidió la benevolencia y asumí que el motero altivo estaba dudando de la decencia de mi señora madre y de mi cociente intelectual. He de decir que, con respecto al cociente, en esos momentos acertó, porque yo, sacando al chimpancé que todos llevamos dentro, le dije también algo que rimaba con cebollas e, incluso, con Borbolla. En ese momento, el otro chimpancé hizo ademán de lanzar una patada contra la puerta de mi coche y arrancó. Se puso a hacer arabescos con la moto delante de mi automóvil como animándome a que yo entrara en el juego. Por suerte no lo hice, de manera que, cuando nos paramos en el siguiente semáforo ambos estábamos ya menos simios y decidimos acabar la discusión, aunque el mandril de la moto seguía mirándome como si yo le hubiera robado la novia a los 15 años y hoy tuviera 16.
No es, pueden creerme, un sucedido del que esté orgulloso, pero lo cuento porque es una muestra de lo cerca que podemos estar en ocasiones de acabar peleándonos con alguien por una estupidez soberana. Cómo ese orangután que tenemos metido en el fondo de las meninges nos sale de vez en cuando para complicarnos la vida. Yo no me he peleado jamás con nadie. Vamos, quiero decir que nunca me he pegado con nadie, ni espero hacerlo jamás, pero el viernes pasado, viniendo tranquilamente de hacer la compra con mi mujer acabé provocando, al alimón con otro Australopiteco, una situación en la que, si alguno de los dos hubiera sido más agresivo, podríamos haber acabado como el que fue mi compañero en Antena 3 de Radio, Jesús María Amilibia, que mató, sin quererlo, a un hombre durante una discusión de tráfico tan estúpida como la mía. La diferencia fue que, probablemente, ambos dejaron ir al simio y, por si eso hubiera sido poco, Amilibia llevaba en la guantera una pistola. Y la usó.
Así que yo voy a hacer acto de contrición y me voy a imponer la exigencia de no volver a sacar nunca más en el coche al señor verde que llevo dentro. Y así, si algún día me autoentrevisto en mi propio programa (alguna de esas cosas raras he visto en mi carrera) poder decir que soy Gandhi, pero de verdad. O si no, al menos, lograr la templanza y saber encontrar las palabras oportunas como hacía un juez de Málaga del que me hablaba mucho mi padrino, mi tío José Luis. Contaba que, en los años, 50, este juez tenía que interrogar a un testigo, que era analfabeto, y, antes de comenzar el interrogatorio, le hizo las preguntas que, en el lenguaje jurídico se conocen como “Las generales de la Ley”. La fórmula no es sencilla para una persona sin estudios; ¿Tiene el testigo relación de parentesco o dependencia, interés directo o indirecto, amistad o enemistad, es pariente, criado o vecino de alguna de las partes? El testigo, ante tal catarata de palabras sólo pudo contestar: “¿Ein?”. El juez buscó fórmulas más sencillas para preguntar lo mismo, pero el testigo seguía sin entender lo que se le preguntaba exactamente. El magistrado, finalmente, tiró de Román Paladino y le dijo: “Vaya, que si a usted le interesa más que gane Manolo o Juan”. El cateto, comprendiendo, por fin, qué se le preguntaba contestó: “Por mí les pueden ir dando por el culo a los dos”. El juez, conteniendo la risa, proclamó en voz alta: “Conste en acta la manifiesta imparcialidad del testigo.”

EL SENTIDO DEL HUMOR

Qué importante es saber reírse. Yo recuerdo que el día más triste de mi vida tuve uno de los ataques de risa más incontenibles que he padecido nunca. Estábamos a una hora escasa de despedir a mi padre en un Tanatorio del norte de Madrid. Fue algo bastante imperceptible, pero llevábamos todos un buen rato notando que había algo raro, algo eléctrico en el ambiente. Ni mis hermanos, ni, por supuesto, mi madre, ni nadie de la familia sabía qué era, pero flotaba esa sensación de que alguien había roto algo gordo y no había valor de confesarlo.
Hasta que una tía mía se me acercó y, un poco cortada, me dijo: “Cahlillo, ¿Quién es Itziar?”. A mí la pregunta me cogió fuera de juego y respondí: “¿Qué Itziar?”. “Pues una que le ha mandado una cruz de flores a tu padre”. Hay que dar ciertas explicaciones para entender esto. En nuestra familia no somos muy amigos de las coronas mortuorias y, por ejemplo, a todos los amigos y empresas que nos decían que iban a mandar una, les invitamos a donar ese dinero a los pobres. Pusimos las dos de rigor que entraban en el pack mortuorio del seguro de decesos de mi padre, y pare usted de contar. Cuando, tras la pregunta de mi tía, fui a la zona de la sala en la que estaba el féretro, flipé al ver encima del ataúd una cruz de flores blancas con una leyenda que decía: “Con cariño, Itziar”. Ahí entendí todo. Las decenas de personas que habían pasado en los últimos minutos por allí, que sabían que en la familia no hay ninguna Itziar, se quedaron pasmados al ver que el único adorno floral, al margen de las dos coronitas de la funeraria, eran esas flores blancas con un mensaje cariñoso de una moza ignota. Los pitejos* debieron pensar que Itziar era mi madre y colocaron la cruz blanca en un lugar preferente; encima de la tapa. Y, claro, a pesar de que mi padre era un Santo Varón, pues hubo ciertos pensamientos en plan: “Joder, con lo bueno que parecía Javier”, “¡Quién nos lo iba a decir!” y tal, y hubo que desfacer el entuerto.
La tal Itziar era Itziar Elguezábal, una profesional del golf con la que yo, entonces, presentaba un programa en Canal+Golf. La Elguezábal es un encanto y estuvo muy pendiente de mí durante los meses jodidos de la enfermedad de mi padre y, cuando murió, quiso tener el detalle de mostrarme su afecto con esas flores. Cuando yo avisé a mi madre y a mis hermanos de tal malentendido no sé quién empezó la risa, pero tres minutos después tuve que salirme de la sala porque creía que iba a acabar vomitando de tanto reírme. La escena era bastante grotesca; la familia estábamos, cualquier cosa, menos contentos, pero nos dio por reírnos y disfrutar de esa risa que, como suele suceder en estos lugares rigurosos, es liberadora y, casi siempre, acaba en llanto. Sé que para muchos de los que estaban allí, aquello fue incomprensible. Somos siete hermanos, con sus maridos y mujeres, y, entonces, 13 nietos y podrán imaginar que el ruido de las risas era tan estridente, como chocante e incluso hubo alguien que hizo un comentario de esos de: “¡parece mentira, riéndose en un momento así!”. Pero yo creo que hay que mantener el sentido del humor hasta en los días más tristes. En mi trabajo, en mi familia, entre mis amigos, necesito que haya buen humor y, a ser posible, risa con frecuencia. Por eso me sorprende tanto la gente que tiene mal café, sobre todo esos amargados que abundan en Internet y que, bajo el anonimato, están siempre alerta, para cagarse en tus muelas. Yo, que ya me conozco el percal, cíclicamente hago pruebas y es muy gracioso ver cómo embisten con nobleza, cada vez que les echo el capote al hocico.
Anteayer, cuando el Madrid ganó al Wolfsburgo con un buen partido (por fin) de Cristiano en un partido crucial, publiqué un tweet diciendo que me encantaba haber sido un bocas criticando al portugués, y que reconocía el partidazo que había hecho, después de mucho tiempo sin destacar en un encuentro de los importantes. En menos de 3 minutos tenía ya a unos cuantos dando por hecha mi nula inteligencia, y haciendo referencias a objetos de diferentes tamaños y procedencias que debía empezar a introducirme por el ano. Bueno, ellos no hablaban tan finamente, claro, pero me encantaría saber qué conduce a alguien a estar pendiente de una persona a la que consideran un imbécil para, en cuanto diga algo, hacer ostentación de su desprecio. Le preguntaré a mi hija la mayor, que está estudiando Psicología y va por los pasillos analizando a la familia y allegados, a ver si consigo algún día entenderlo. A mí me da pena, porque cuando alguien te pega una leche dialéctica, con gracia, yo me río, aunque el crítico me esté poniendo a parir. Puede que sea algo que da la tierra. Aunque odio los clichés, creo que hay que reconocer que, en Andalucía, tenemos un sentido del humor que nos hace ver las cosas, casi siempre, de una manera diferente y, opino, que mejor.
¿En qué lugar del mundo puede suceder que uno vea lo que yo presencié con mi hijo Carlos y mi sobrino Pablo en la terraza de una cafetería de Málaga? Estábamos entre las mesas esperando a que el encargado nos sentara, cuando nos apartamos para que pasase un señor parapléjico que iba en su silla de ruedas. Supimos que se llamaba Juan al escuchar, estupefactos, al encargado decir a voz en grito: “Huani, er día que te levante no vá a dá guerra tu ni ná” que traducido al castellano mesetario, viene a ser: “Juan, el día en que te cures y puedas dejar tu silla de ruedas vas a dar mucha guerra”. ¿Creen que el tal “Huani” se molestó o mandó a la mismísima mierda al camarero? No; giró la cabeza, sin detenerse, levantó la mano derecha y siguió su camino gritando con una sonrisa: “¡Digoooo!”.

*En Málaga el “pitejo” era el conductor de los coches de caballos fúnebres. Por extensión, hoy se conoce así a cualquier empleado de funeraria o tanatorio, relacionado con un sepelio.