DEPENDE

Qué pesaditos están. Todos. No sé qué pasa, pero según en qué trinchera te pillen los asuntos, se dice una cosa y, al día siguiente, la contraria con una soltura admirable. En eso los políticos son unos maestros. Depende. Si se acusa de corrupción a tu partido miras con desprecio al que te lo reprocha invocando la presunción de inocencia y diciendo que son casos excepcionales y que, los corruptos, están fuera de tu partido. Pero, si al día siguiente, ese mismo caso de corrupción o uno similar, le surge al partido de enfrente, a ese mismo político se le hincha la vena de la honradez, se pone entre los dientes el cuchillo de matar corruptos y exige dimisiones al adversario sin esperar a que haya sentencias judiciales.

O lo de Cataluña. Para media población, Junqueras, los Jordis y compañía son unos delincuentes que se han saltado yo qué sé cuántas leyes para dar un golpe de Estado. Para la otra media, son unos héroes, encarcelados por sus ideas, que sufren los rigores de un estado fascista. Igual que Puigdemont, que se ha tenido que ir al exilio. El pobre.

Claro que lo más gracioso de todo; ese depender de dónde te toque la cosa, ha sido de campeonato mundial con la portavoza de Podemos y Podemas, Irene Montero. Tenía que pasar.

Era obvio que tanta tontería, tanto esfuerzo por no dejar ni una frase sin sus ellos y sus ellas, queridos lectores y queridas lectoras, tenía que acabar en una defecation como la Cibeles de grande. La pobre de la Montero soltó lo de las portavozas y, al segundo y medio, se dio cuenta de que la había cagado. Incluso se le cortó la voz cuando constató que ya no había remedio. Eso pasa a veces cuando uno habla en público; metes una gamba del tamaño de un atún, lo percibes enseguida y te recorre un frío por la espina dorsal que va desde la nuca hasta el mismísimo esfínter. Si llevas mucho en el negocio, puede que hasta ni se te note, pero si la deposición es como la de la portavoza de Podemos y Podemas, pues a los 10 minutos estás en las redes corriendo como la pólvora.

Y lo de siempre; tooooodos los enemigos de Podemos aprovecharon para dar caña. Y tooooodos los amigos de Podemos intentaron convertir un simple patinazo, aderezado con algo de incultura, en una defensa de los derechos de las mujeres. O sea; que todo es relativo, que depende.

Lo de la relatividad de las cosas lo va aprendiendo uno con la edad. La vida te va enseñando que lo que tú ves rojo brillante desde tu lado del cristal, otro lo puede estar viendo, desde su lado, no como un rojo apagado, sino como un verde brillante. Clarísimamente verde. Uno, poco a poco, se va dando cuenta de que hay siempre dos maneras de ver las cosas, pero hay sucesos de tu vida que son como un tantarantán; que te dan una idea muy clara de ese “depende”. Era el invierno de 1987. No recuerdo si a finales del 87 o a comienzos del 88 estaban muy activas las cosas en torno a la participación de España en la OTAN y un grupo de pacifistas había decidido manifestarse ante la embajada de EEUU en la confluencia entre las calles de Serrano y Diego de León, en Madrid. El despliegue policial era exagerado. O eso nos pareció a los periodistas que estábamos por allí, hasta que uno de los veteranos dijo: “Eso es porque saben que va a haber hostias”. A mí me pareció la típica frase preventiva de viejales para poder sentenciar luego: “Ya os lo había dicho yo”. Porque aquello parecía un prado de Woodstock lleno de hippies, ninguno de ellos con pinta de ser agresivo.

Uno de los pacifistas, que iba vestido de pacifista, leyó un beatífico comunicado que yo grabé con mi cassete y me fui a preparar mi crónica. Cuando estaba listo, me metí en una cabina de teléfonos porque Ana Rosa Quintana (que era la directora del programa local de Antena 3 de radio) me iba a dar paso en cualquier momento. En una de esas mentirijillas tan típicas de la radio, Ana Rosa me dio paso diciendo: “Nuestro compañero Carlos Gª Jirsfil, está con la unidad móvil número 7 en la calle de Serrano”. Yo conté que había un gran despliegue policial, pero que no había habido incidentes y que íbamos a escuchar un fragmento del discurso. Como se hacía entonces, coloqué el cassete sobre el micrófono del teléfono y le di a Play. Mientras se oía al pacifista, de repente, comenzaron los bofetones y las carreras. Volví a coger el teléfono para contar los incidentes de última hora, pero me habían cortado. Y, mientras intentaba recuperar la línea, empezó a oler a gasolina. Cuando me di la vuelta, en la puerta de la cabina había un tío encapuchado que estaba rodeando todo con trapos empapados en combustible. Tenía una caja de cerillas en la mano y, con el soniquete ese de los yonquis muy colgados, me dijo: “Sal de la cabina que la voy a quemar”.

Yo estaba en esa edad en la que uno está dispuesto a morir por otras cosas aparte de por su familia y amigos más íntimos. Y, en vez de salir de la cabina y mandar a tomar vientos al tontolnabo de la capucha, me puse a discutir con él y me quedé dentro. El psicópata encendió una cerilla y la lanzó contra los trapos. Tuve la suerte de que el fósforo se apagó en el trayecto. Se me hicieron largos esos segundos en los que pasan las cosas muy despacio mientras pensaba; «este hijoputa no va a ser capaz». Y lo fue. Al instante se agachó, encendió otra cerilla y la aproximó a los trapos impregnados de gasolina. Para mi fortuna, un compañero de una agencia que estaba flipando con la escena, me agarró del chaquetón y me sacó de un tirón de la cabina. En el momento en el que mi pie salía por la puerta metálica, la gasolina entró en combustión y la cabina se convirtió en una pira funeraria. Yo, en vez de irme a matar al anormal que me había hecho aquello, le di las gracias a mi colega y me puse a correr como un loco para encontrar un teléfono desde el que llamar a la Radio. Entré muy azorado en una tienda, le conté a la dueña como pude el lance y llamé a la emisora a narrar mis dramas. El primero; dejarle claro a la audiencia que la unidad móvil número 7 de Antena 3 era una mierda de cabina telefónica. El segundo, que había estado a punto de inmolarme por el periodismo por gilipollas. Y el tercero, darme cuenta de que el episodio, que a mí me puso las pulsaciones a 250, a Ana Rosa le provocó esa risa que les da a las madres cuando un hijo hace una trastada. Yo estaba convencido de que mi hazaña de reportero intrépido iba a conmover los cimientos del periodismo (¿por qué no un Pulitzer?) y mi jefa lo único que hizo fue descojonarse.