QUERER QUE PIERDAS

Llámenme fascista. Pero tengo que confesar que disfruté como un cochino en una charca anteayer cuando el Liverpool eliminó al Barça y lo dejó sin Final de Champions. Y no solo el martes. Yo disfruto siempre que pierde el Barça, aunque sea la sección femenina de Curling, que ignoro si la tiene.

Mi mujer piensa que me equivoco y que he educado a mis hijos en un mal sentimiento, pero a mí me parece que esa es la salsa del fútbol; quiero que ganen el Málaga, el Madrid y el Atleti y, por supuesto, el equipo que juegue contra el Barça. Bueno, perdón; también quiero siempre que pierda cualquier equipo que entrene el insoportable José Mourinho. Fíjense lo que fue aquello, que llegó un momento en el que no me importaba en exceso que palmara el Madrid si esa derrota podía significar que el entrenador más sobrevalorado de la Historia pusiese cara de tener una almorrana en ebullición. Y lo echaran.

IMPOSIBLE CONFESAR QUE ERES DEL MADRID

Pero, volviendo a lo del Barça, me resulta curioso cómo mucha gente te mira mal cuando, siendo del Madrid, manifiestas un mal sentimiento hacia cualquier otro equipo. Si, por ejemplo, dices que eres del Atleti y que te encanta que pierda el Madrid, se te presupone una cualidad humana especial, un romanticismo, un amor por los colores superior al de cualquier otro hincha. Si dices que eres del Barça y que deseas que el Madrid sufra, se te atribuye un aire de modernidad, cosmopolita, europeo. No sé; un “charme” especial.

En cambio, si dices que eres del Madrid, te adjudican, como por ensalmo, que hueles a naftalina, que coges la taza de té poniendo tieso el meñique y que votas, sin duda, al partido más antipático del espectro político. Y, además, eres un nostálgico del Franquismo. Por eso, si se fijan, no hay ni un solo periodista deportivo, o hay muy pocos, salvo los que van de forofos como mis ex-compañeros de carrera Tomás Roncero o Juanma Rodríguez, que reconozcan abiertamente que son del Madrid. Sí los hay que dicen, o que no niegan, que son del Barça, del Atleti, o del Celta de Vigo, y no pasa nada. Ese sentimiento no les hace peores. Pero, ay, si dices que eres del Madrid, esa confesión parece que te inhabilita para informar adecuadamente de lo que suceda en el mundo del deporte español.

EL PROCÈS Y EL SENTIMIENTO ANTI-BARÇA

Tengo amigos que, además, aseguran que toda la tontá esta del Procès, les ha influido y que hoy quieren con más ahínco que palmen los azulgrana. Hombre, yo reconozco que esto de oír gritar In-de-pen-den-ci-a en el minuto 17 de cada partido en el Nou Camp me toca las bolingas, pero yo deseo que pierda el Barça casi desde siempre. Debo decir abiertamente que aquellas dos Ligas seguidas de Tenerife, me abrieron una heridita que aún no se ha cerrado y que me parece mucho más divertido ver el fútbol deseando que ganen unos y que pierdan otros.

Y la del martes fue una buena noche. Estaba cenando en nuestra casa la hija de unos amigos, que no entendía muy bien por qué, si nosotros somos del Madrid, estábamos tan contentos con la victoria del Liverpool. Y tuve que explicarle (es hija de un brasileño y una francesa) que no es que yo fuera supporter de los Reds, es que lo que quería era que no llegara a la Final el Barça. Y ya, de paso, le expliqué que esa Final era en Madrid y la pereza que me daba pensar en todos esos lazos amarillos, esas pancartas pro-indepé, esas sonrisitas de superioridad moral de los nacionalistas demostrando a toda Europa lo malos que somos los españoles y lo cool que son ellos.

O sea que, al final, sí que parece que lo del Procès también me ha afectado a mí y en lo del martes hubo un plus de alegría pensando en que esa almorrana de Mourinho podía ser la misma que la de indeseables como Torra o Puigdemont. Que los imagino viendo el partido relamiéndose soñando con las pancartas pidiendo la libertad de los Presos Politics en el Wanda el día de la final.

Y mira, pues no. La final no va a ser, como parecía, Barça- Ajax, sino Liverpool-Totenham. Sorpresón porque anoche, en otro partido delirante, los londinenses se cepillaron a los holandeses, que llevaban una semana celebrando que estaban clasificados antes de jugar el partido de vuelta.

UN EXAMEN CATASTRÓFICO

Que ese exceso de confianza no es bueno ni en el fútbol ni en la vida en general. Yo recuerdo un examen que hice en 2º de carrera. En el primer cuatrimestre nos había dado clase Miriam, la hija del profesor titular y, cuando nos puso el examen, nos insistió mucho en que su padre no quería que le soltáramos un rollo académico, sino que escribiéramos un artículo creativo, arriesgado, valiente. Decirle eso a un muchacho de 19 años como yo, era una invitación al suicidio literario que yo acepté con mucho agrado. La pregunta era una sola: “La Noticia”

Y allá que fui yo, con mi aroma de Patrics, a rebozarme en mis conocimientos y dejarle claro al maestro que yo era un periodista de raza. Un articulista diferente. Un Larra en ciernes. Y el examen me quedó bordado; escribí un artículo uniendo todas las definiciones que nos habían explicado sobre «la noticia». Unas semanas después, el profesor titular comenzó a darnos clase y, el primer día, cuando aún no había publicado las notas, al verme entrar en el aula, me dijo: “Usted es García-Hirschfeld, ¿no?”. Yo le contesté que sí y me senté pensando: “¡Coño! ¡¡Le he encantado!! Este me va poner un 10 y me va a ofrecer una columna en el ABC. O me va a proponer para el Premio Ortega y Gasset”. Pero no.

FRASE LAPIDARIA

El profesor Miguel Pérez Calderón empezó a hablar sobre los exámenes y dijo que los había visto «líricos, románticos, épicos y alguno inaceptaaableeee como el de un compañero suyo que ¡¡¡ha llamado imbécil a uno de mis mejores amigos!!!” Era cierto. No recuerdo quién era el teórico que definía la noticia de una manera que a mí, hoy, me sigue pareciendo una imbecilidad y, en mi imprudencia juvenil, lo dejé por escrito; «Hay algún que otro imbécil que dice que la noticia es aquello que interesa a más de 5.000 personas». Es obvio que nunca debí decirlo. Y menos en el examen que iba a corregir un íntimo del susodicho… que me puso un 4.

Cuando me entregó el examen, leí una nota del profesor que decía así: “Usted llegará a ser un gran periodista, siempre que antes no lo tire su director por la ventana de un 4º piso”. Y, francamente, no sé cuántos de mis jefes habrían suscrito semejante frase.